Colaboración Levante-EMV 16/12/2014 "Calle del turno de extranjería"
"Calle del turno de
extranjería"
Cuando tenía guardia
en festivo y la citaban en Zapadores a
él le gustaba acompañarla. La esperaba en un bar próximo frecuentado por
policías. Entre párrafo y párrafo le llegaban retazos de conversaciones un
tanto chuscas. Armas, detenciones, trienios, ascensos, jubilaciones, destinos,
opiniones sobre Podemos… En fin, lo normal. Al verla salir por la puerta del
antiguo cuartel podía intuir cómo había ido. Cara de libertad, cara de
incoación, cara de internamiento, cada una con su seña, con su gesto, con su
explicación. El último fue uno de los días buenos.
Los responsables de la
Comisión Europea no se atreven a
reconocer con claridad urgente que
necesitamos más inmigración en la vieja Europa. Temen facilitar el auge de los
partidos xenófobos y que se siga la estela de paises aparentemente civilizados,
que no son ajenos a su emergente pujanza, alentados por probos ciudadanos que
ven en la emigración el germen de todos sus males, el fin de su modo de vida.
En Valencia perdemos población desde 2010.
Cada día despedimos a extranjeros que regresan a sus paises de origen, mientras
no son pocos los españoles, jóvenes y preparados, que se nos escapan, tal vez para nunca
regresar. Se equilibran las cifras de nacimientos y decesos. La combinación de
expulsados por dificultades económicas y de tasas negativas de reposición
demográfica, nos acercan al desastre. Si
nos empeñamos en tener más emigrantes que inmigrantes, habrá más decesos
que nacimientos. Caminamos hacia un envejecimiento, tal vez irreversible en
décadas, de la población.
Iñaki Gabilondo nos
recordaba en una de sus afortunadas frases que mientras el norte es un
geriátrico, el sur es una guardería. Otro desequilibrio más que no sabemos
gestionar.
Valencia quiere ser
tierra de acogida pero no de inmigrantes. No hay ni un solo plan o actuación
municipal que integre, que acoja, que fomente el mestizaje y el intercambio.
Los abogados, como
Hipólito, que forman parte del turno de oficio de extranjería, pelean cada día con
leyes cambiantes, con criterios novedosos, con trucos administrativos, con
esperpentos como el CIE, en el que aquí, además, hay chinches. Defienden a los
que nada tienen, a veces, ni siquiera un documento que los identifique. Pasan
épocas en que tienen que correr, a la hora que sea, al juzgado de guardia, para que se
adopte una media cautelarísima que frene una expulsión; en otras, cuando
el Estado está canino, sin un duro para expulsar, tienen que pelear para que no
se impongan multas de pago imposible. Deberían dedicarles una calle, tal vez en
Orriols. Deberíamos reconocerles su entrega, su dedicación, su lucha contra
nuestro temor, contra nuestra inseguridad, contra nuestro miedo al otro, al
diferente.
Era demasiado pronto
para cenar y hacía demasiado frío para deambular. Entraron en uno de los bares
de la avenida de Aragón. Ni él ni ella le prestaron atención. Saltaba de grupo
en grupo ofreciendo un género que nadie quería comprar. Al verla se le iluminó
la cara, y sin soltar las flores le dio un fuerte abrazo, de escorzo, dando
saltitos. Antes de que se pudieran preguntar qué pasaba, sacó orgulloso un
carnet de identidad español. Entonces sí, ella lo recordó. Ya tenía su NIE, ya
era de los nuestros. Ella sonrió, él le puso una rosa entre las manos y se
despidió ceremoniosamente.
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