23 diciembre 2014

Colaboración Levante-EMV 16/12/2014 "Calle del turno de extranjería"

"Calle del turno de extranjería"

Cuando tenía guardia en festivo y la citaban en Zapadores  a él le gustaba acompañarla. La esperaba en un bar próximo frecuentado por policías. Entre párrafo y párrafo le llegaban retazos de conversaciones un tanto chuscas. Armas, detenciones, trienios, ascensos, jubilaciones, destinos, opiniones sobre Podemos… En fin, lo normal. Al verla salir por la puerta del antiguo cuartel podía intuir cómo había ido. Cara de libertad, cara de incoación, cara de internamiento, cada una con su seña, con su gesto, con su explicación. El último fue uno de los días buenos.

Los responsables de la Comisión Europea  no se atreven a reconocer  con claridad urgente que necesitamos más inmigración en la vieja Europa. Temen facilitar el auge de los partidos xenófobos y que se siga la estela de paises aparentemente civilizados, que no son ajenos a su emergente pujanza, alentados por probos ciudadanos que ven en la emigración el germen de todos sus males, el fin de su modo de vida.

 En Valencia perdemos población desde 2010. Cada día despedimos a extranjeros que regresan a sus paises de origen, mientras no son pocos los españoles, jóvenes y preparados,  que se nos escapan, tal vez para nunca regresar. Se equilibran las cifras de nacimientos y decesos. La combinación de expulsados por dificultades económicas y de tasas negativas de reposición demográfica, nos acercan al desastre. Si  nos empeñamos en tener más emigrantes que inmigrantes, habrá más decesos que nacimientos. Caminamos hacia un envejecimiento, tal vez irreversible en décadas, de la población.

Iñaki Gabilondo nos recordaba en una de sus afortunadas frases que mientras el norte es un geriátrico, el sur es una guardería. Otro desequilibrio más que no sabemos gestionar.

Valencia quiere ser tierra de acogida pero no de inmigrantes. No hay ni un solo plan o actuación municipal que integre, que acoja, que fomente el mestizaje y el intercambio.

Los abogados, como Hipólito, que forman parte del turno de oficio de extranjería, pelean cada día con leyes cambiantes, con criterios novedosos, con trucos administrativos, con esperpentos como el CIE, en el que aquí, además, hay chinches. Defienden a los que nada tienen, a veces, ni siquiera un documento que los identifique. Pasan épocas en que tienen que correr, a la hora que sea, al juzgado de guardia,  para que se  adopte una media cautelarísima que frene una expulsión; en otras, cuando el Estado está canino, sin un duro para expulsar, tienen que pelear para que no se impongan multas de pago imposible. Deberían dedicarles una calle, tal vez en Orriols. Deberíamos reconocerles su entrega, su dedicación, su lucha contra nuestro temor, contra nuestra inseguridad, contra nuestro miedo al otro, al diferente.


Era demasiado pronto para cenar y hacía demasiado frío para deambular. Entraron en uno de los bares de la avenida de Aragón. Ni él ni ella le prestaron atención. Saltaba de grupo en grupo ofreciendo un género que nadie quería comprar. Al verla se le iluminó la cara,  y sin soltar las flores  le dio un fuerte abrazo, de escorzo, dando saltitos. Antes de que se pudieran preguntar qué pasaba, sacó orgulloso un carnet de identidad español. Entonces sí, ella lo recordó. Ya tenía su NIE, ya era de los nuestros. Ella sonrió, él le puso una rosa entre las manos y se despidió ceremoniosamente.

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