04 noviembre 2014

Colaboración Levante-emv 28/10/2014  "El rostro del rastro"

"El rostro del rastro"

Hacía al menos tres meses que no pasaban por allí.  Él era incapaz de volver sin nada. Ella que nunca pensaba en comprar, volvía con coloridos manteles que habían pasado la rigurosa prueba de la impermeabilidad. No hacía muchos domingos se había sorprendido probando un colchón tirado en el suelo, nuevo, perfectamente envuelto e inmaculado. Era tan barato... Les tranquilizó el que procediera de un negocio quebrado. No había que pagar nada hasta la entrega a domicilio. El vendedor le dictó los números de su móvil para concertar la cita. Ella dudó dónde listarlo. Cuando le sugirió la “c” de “colchonero”, a todos les dió un ataque de risa, incluído al colchonero.

Todo lo que está pintado con tiralíneas es artificial. Las ciudades de cuadrícula son aburridas, es difícil perderse y no vale la pena explorar, son a tiro fijo. Cuando la derecha  empezó a gobernar la ciudad se puso como objetivo eliminar los puestos callejeros. Entre otros, desapareció el “rastro” de la Plaza de Nápoles y Sicilia. Tenía tendencia a extenderse por cualquier callejuela adyacente. Junto a los chamarileros ocasionales, había puestos de los propios anticuarios que explotaban negocios con vocación de permanencia. Cada tanto se publicaba una noticia de que algún suertudo espabilado había descubierto piezas de incalculable valor ocultas tras la apariencia de objetos inanes. Los cazatesoros se codeaban con los ociosos paseantes y los que necesitaban algo muy concreto, de eso que no  se encuentra en los comercios habituales. Al “rastro” lo desterraron al parking de Peter Lim y se ordena por estrictas cuadrículas.

Sorprende que alguien compre unos cuantos vasos medio rotos, tornillos desobedientes, vinilos rayados, revistas eróticas de los últimos setenta, radios que parece que solo sean capaces de dar “el parte”, bargueños, trillos, escapularios, camafeos, muñecas descabezadas. Igual que dicen que siempre hay un roto para un descosido, cualquiera de eso objetos puede tener un comprador.

Lo que pocos saben es que cualquier vecino, pagando una exigua tasa, tiene derecho a montar su propio puesto pidiéndolo al ayuntamiento, un par de veces al año. Es toda una experiencia. Embalar el juego de sombreros mejicanos que alguien trajo de su luna de miel, los jarrones que nunca vieron el agua ni de lejos, las medallas que se recibieron por participar, las corbatas que no conocieron cuello alguno, los platos de cerámica manisera, los cuatro relojes que vivieron siempre en un cajón, el pisapapeles de Cepsa, las oxidadas bicis que se les han quedado pequeñas a los niños,  un juego de cuchillos con el anagrama del Banco liquidado, la navajita que nunca se llegó a abrir, libros de revoluciones abortadas, colecciones de Ajoblanco, Casablanca, Gimlet, Leer o los tebeos de Pumby o Strong... Todo se vende. Disponerlo   ordenadamente, hacer amistad con los vecinos más próximos y mirar cómo los distraídos compradores tocan, comentan entre ellos y ofertan. Poner precio a voleo, regatear para luego contar las monedas ganadas con el resquemor de usurero. Bajar el precio hasta la indignidad con tal de que la jarapa no regrese a casa...

Lo fascinante del rastro es que todo el que participa termina con el gusto de haber ganado con la transacción.


Al despedir a la compradora del viejo carro de bebé con el que pasearía a su perro, se sonrieron.  ¡Que lo disfruten!

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