Colaboración Levante-emv 28/10/2014 "El rostro del rastro"
"El rostro del rastro"
Hacía al menos tres
meses que no pasaban por allí. Él era
incapaz de volver sin nada. Ella que nunca pensaba en comprar, volvía con
coloridos manteles que habían pasado la rigurosa prueba de la impermeabilidad.
No hacía muchos domingos se había sorprendido probando un colchón tirado en el
suelo, nuevo, perfectamente envuelto e inmaculado. Era tan barato... Les
tranquilizó el que procediera de un negocio quebrado. No había que pagar nada
hasta la entrega a domicilio. El vendedor le dictó los números de su móvil para
concertar la cita. Ella dudó dónde listarlo. Cuando le sugirió la “c” de
“colchonero”, a todos les dió un ataque de risa, incluído al colchonero.
Todo lo que está
pintado con tiralíneas es artificial. Las ciudades de cuadrícula son aburridas,
es difícil perderse y no vale la pena explorar, son a tiro fijo. Cuando la
derecha empezó a gobernar la ciudad se
puso como objetivo eliminar los puestos callejeros. Entre otros, desapareció el
“rastro” de la Plaza de Nápoles y Sicilia. Tenía tendencia a extenderse por
cualquier callejuela adyacente. Junto a los chamarileros ocasionales, había
puestos de los propios anticuarios que explotaban negocios con vocación de
permanencia. Cada tanto se publicaba una noticia de que algún suertudo
espabilado había descubierto piezas de incalculable valor ocultas tras la
apariencia de objetos inanes. Los cazatesoros se codeaban con los ociosos
paseantes y los que necesitaban algo muy concreto, de eso que no se encuentra en los comercios habituales. Al
“rastro” lo desterraron al parking de Peter Lim y se ordena por estrictas
cuadrículas.
Sorprende que alguien
compre unos cuantos vasos medio rotos, tornillos desobedientes, vinilos
rayados, revistas eróticas de los últimos setenta, radios que parece que solo
sean capaces de dar “el parte”, bargueños, trillos, escapularios, camafeos,
muñecas descabezadas. Igual que dicen que siempre hay un roto para un
descosido, cualquiera de eso objetos puede tener un comprador.
Lo que pocos saben es
que cualquier vecino, pagando una exigua tasa, tiene derecho a montar su propio
puesto pidiéndolo al ayuntamiento, un par de veces al año. Es toda una
experiencia. Embalar el juego de sombreros mejicanos que alguien trajo de su
luna de miel, los jarrones que nunca vieron el agua ni de lejos, las medallas
que se recibieron por participar, las corbatas que no conocieron cuello alguno,
los platos de cerámica manisera, los cuatro relojes que vivieron siempre en un
cajón, el pisapapeles de Cepsa, las oxidadas bicis que se les han quedado
pequeñas a los niños, un juego de
cuchillos con el anagrama del Banco liquidado, la navajita que nunca se llegó a
abrir, libros de revoluciones abortadas, colecciones de Ajoblanco, Casablanca, Gimlet, Leer o los tebeos de Pumby o Strong... Todo se vende. Disponerlo ordenadamente, hacer amistad con los vecinos
más próximos y mirar cómo los distraídos compradores tocan, comentan entre
ellos y ofertan. Poner precio a voleo, regatear para luego contar las monedas
ganadas con el resquemor de usurero. Bajar el precio hasta la indignidad con
tal de que la jarapa no regrese a casa...
Lo fascinante del
rastro es que todo el que participa termina con el gusto de haber ganado con la
transacción.
Al despedir a la
compradora del viejo carro de bebé con el que pasearía a su perro, se
sonrieron. ¡Que lo disfruten!
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