10 marzo 2015

Colaboración Levante-EMV 3/3/2015 "El testigo oidor"

"El testigo oidor"

Se fijó en ellos el día en que les oyó quejarse del cierre de “Series Pepito” y de lo difícil que les resultaba “bajarse” algunas películas, especialmente “Chico y Rita”. Son tres, de edad avanzada. Por lo que cuentan, llevan mucho tiempo jubilados. Se citan diariamente, en el mismo bar, en la misma mesa, a la hora del almuerzo. Sin prisa, apuran vino, bocadillos, aceitunas y cafés. Uno de ellos lee en voz alta una noticia del periódico, el más socarrón la comenta y el más bajito le contradice. El lector les apacigua introduciendo otra cuestión. Exponen argumentos, razones de defensa y ataque sobre los más variados asuntos. Son polemistas consumados, solo quieren tener razón, imponerse.

Cualquier decisión municipal tiene partidarios y detractores. La anchura de las aceras, la ubicación de los parkings, los carriles bici, el mobiliario urbano, las herramientas informáticas, los actos protocolarios, los horarios comerciales, el tratamiento del ocio nocturno, el baldeo de las calles, la luz de las farolas, las baldosas de las plazas, lo que cabe y no cabe en el río… Es más fácil tener opinión sobre esas cuestiones que sobre el superávit primario, la flexiseguridad o la empleabilidad, por citar algunos de los temas que apasionan a algunos y dejan fríos a la mayoría.

Muchas de las polémicas urbanas se resolverían oyendo a los usuarios. Elías Canetti se definió a sí mismo como un “testigo oidor”, el que se dejaba envolver en conversaciones interminables, alumno de la escuela del buen oir. En realidad eso es lo que se espera de cualquier responsable público, que sea oidor, que escuche. Que pise la calle, como se dice ahora.


Cuando hay tantos debates, tanta pasión, tanta retórica, se deja de oir. Hay tanto ruido, tanta distorsión, tanta interferencia, que cuesta saber qué quiere cada uno, qué propone, por qué se toman las decisiones. Tiempos de slogan, de frase gruesa, de inconsistencia, de inconcreción, en los que “entender” no es nada fácil.

La ecuación se complica mucho cuando las frases destinadas a unos miles llegan a oidos de unos millones. El escritor Jeffrey Kluger dedicó un libro a explicar por qué las cosas simples acaban siendo complejas y lo simples que pueden llegar a ser las que parecen complejas. Creó un acrónimo, la “simplejidad”. Un ejemplo de ello es la resaca del “caloret”. Simplemente nos ha puesto en el mapa más que cualquier carrera de coches o barcos. Nuestra marca ha circulado a la velocidad de la luz. Hemos sido núcleo de debates serios y estrella de los programas de humor. En realidad es complejo. Todo tiene un final. El escorpión que pica a la rana, porque es su carácter, siempre picará, aunque le cueste la vida. Quienes se creen invulnerables suelen ser en el fondo débiles.


El viento les traía frases ajenas. Enfrascados en sus cosas no repararon en ellas. Un nombre y un apellido llamaron su atención. Cuando pasaron a ser oidores activos no podían dar crédito a lo que oían. Hablaban de gente conocida, de acontecimientos vividos, deformados maliciosamente. Se miraron estupefactos, sorprendidos de la maldad ajena. Ella, que no nunca había hablado mal de nadie, se levantó y tranquilamente espetó al hablador: ¡No es verdad, hablais de buenas personas, y lo que decís es falso! ¡Qué mala es la gente!

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