Colaboración Levante-EMV 3/3/2015 "El testigo oidor"
"El testigo oidor"
Se fijó en ellos el día en que les oyó quejarse del cierre de
“Series Pepito” y de lo difícil que les resultaba “bajarse” algunas películas,
especialmente “Chico y Rita”. Son tres, de edad avanzada. Por lo que cuentan,
llevan mucho tiempo jubilados. Se citan diariamente, en el mismo bar, en la
misma mesa, a la hora del almuerzo. Sin prisa, apuran vino, bocadillos,
aceitunas y cafés. Uno de ellos lee en voz alta una noticia del periódico, el
más socarrón la comenta y el más bajito le contradice. El lector les apacigua
introduciendo otra cuestión. Exponen argumentos, razones de defensa y ataque
sobre los más variados asuntos. Son polemistas consumados, solo quieren tener
razón, imponerse.
Cualquier decisión
municipal tiene partidarios y detractores. La anchura de las aceras, la
ubicación de los parkings, los carriles bici, el mobiliario urbano, las
herramientas informáticas, los actos protocolarios, los horarios comerciales,
el tratamiento del ocio nocturno, el baldeo de las calles, la luz de las
farolas, las baldosas de las plazas, lo que cabe y no cabe en el río… Es más
fácil tener opinión sobre esas cuestiones que sobre el superávit primario, la
flexiseguridad o la empleabilidad, por citar algunos de los temas que apasionan
a algunos y dejan fríos a la mayoría.
Muchas de las
polémicas urbanas se resolverían oyendo a los usuarios. Elías Canetti se
definió a sí mismo como un “testigo oidor”, el que se dejaba envolver en
conversaciones interminables, alumno de la escuela del buen oir. En realidad
eso es lo que se espera de cualquier responsable público, que sea oidor, que
escuche. Que pise la calle, como se dice ahora.
Cuando hay tantos
debates, tanta pasión, tanta retórica, se deja de oir. Hay tanto ruido, tanta
distorsión, tanta interferencia, que cuesta saber qué quiere cada uno, qué
propone, por qué se toman las decisiones. Tiempos de slogan, de frase gruesa,
de inconsistencia, de inconcreción, en los que “entender” no es nada fácil.
La ecuación se
complica mucho cuando las frases destinadas a unos miles llegan a oidos de unos
millones. El escritor Jeffrey Kluger dedicó un libro a explicar por qué las
cosas simples acaban siendo complejas y lo simples que pueden llegar a ser las
que parecen complejas. Creó un acrónimo, la “simplejidad”. Un ejemplo de ello
es la resaca del “caloret”. Simplemente nos ha puesto en el mapa más que
cualquier carrera de coches o barcos. Nuestra marca ha circulado a la velocidad
de la luz. Hemos sido núcleo de debates serios y estrella de los programas de humor.
En realidad es complejo. Todo tiene un final. El escorpión que pica a la rana,
porque es su carácter, siempre picará, aunque le cueste la vida. Quienes se
creen invulnerables suelen ser en el fondo débiles.
El viento les traía frases ajenas. Enfrascados en sus cosas
no repararon en ellas. Un nombre y un apellido llamaron su atención. Cuando
pasaron a ser oidores activos no podían dar crédito a lo que oían. Hablaban de
gente conocida, de acontecimientos vividos, deformados maliciosamente. Se
miraron estupefactos, sorprendidos de la maldad ajena. Ella, que no nunca había
hablado mal de nadie, se levantó y tranquilamente espetó al hablador: ¡No es
verdad, hablais de buenas personas, y lo que decís es falso! ¡Qué mala es la
gente!
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