Colaboración Levante-EMV 24/2/2015 "Basura desmenuzada"
"Basura desmenuzada"
Unos cuantos se acercan, a media mañana, a charlar con el
mendigo fijo de la puerta del Supercor de Eduardo Boscá, deben ser de la misma
nacionalidad. Llevan bicis tuneadas por el mismo diseñador. Detrás del sillín
hay un cajón de naranjas, de plástico rígido, casi siempre azul oscuro,
engarzado a la rueda con varillas de hierro agujereadas, de las que sujetan las
baldas de las estanterías metálicas industriales. Recorren incansables todas
las calles de todos los barrios. Se asoman a todos los contenedores, varias
veces al día. No se sabe muy bien dónde llevan lo recolectado. Hay muchísimos.
Las sociedades
occidentales son muy hipócritas con sus detritus, con sus desperdicios, con sus
sobras. Un ayuntamiento como el nuestro gasta decenas de millones de euros al
año para que tiremos lo que queramos a los contenedores y para que los vacíen
todos los días. A partir de ahí cerramos
los ojos y no queremos realmente saber qué pasa. Muchas ciudades intentan
racionalizar y abaratar la gestión de sus residuos. Casi siempre son batallas
perdidas. Al amparo de una falsa comodidad se mantiene la situación actual,
nada cambia y se difiere la búsqueda de soluciones.
Mucho antes de los
Soprano ya planeaba la asociación basura y delincuencia organizada. Se
vinculaba esos negocios a la Cosa Nostra, la Yakuza o las Tríadas. En Italia se
hablaba sin pudor de la “ecomafia” y se decía que controlaba esos negocios en
Calabria, Nápoles o Sicilia. Llegaban datos de exportaciones de basuras tóxicas
a Costa de Marfil o de residuos electrónicos a Nigeria, Ghana o Pakistán. Si a
esto añadimos los fangos radioactivos o los residuos hospitalarios da pavor
pensar qué se hace con todo eso.
Las redes tiffin
wallah distribuyen decenas de miles de almuerzos a trabajadores en Bombay.
Recogen la comida en los domicilios, la llevan al lugar de trabajo y devuelven
después los recipientes vacíos. Su eficacia es cercana al 100% . Cuando veo
esas bicicletas con sus cajas azules y sus sólidos anclajes no puedo evitar
recordar a los repartidores de Bombay. Éstos hurgan en los contenedores, sacan
poca cosa de ellos, se cruzan con otros colegas y se saludan como lo hacen los
que no se conocen pero se reconocen, con una mezcla de pudor y satisfacción.
Parece poco probable que proliferen por imitación, más bien parecen formar
parte de un grupo organizado, saben qué buscan, deben saber dónde llevarlo y
algo les darán a cambio. Son de esas actividades misteriosas sobre las que es
fácil especular pero nadie tiene claro
cómo son realmente. ¿Cuántos hay?
Cuando los ves
llegar, sacar una varilla de acero y hurgar, acabas pensando que probablemente
nos hacen un favor. Menos basura para cargar, menos para transportar, menos
para ocultar. El día que me atreva le preguntaré a alguno.
Los vecinos son BoBos, bourgeois-bohème. De los que hablaba
Renaud en una canción del mismo título. Hippie pijos, vamos. Con mimo
distribuyen sus desechos en diferentes recipientes: orgánicos, vidrio, papel,
envases y plásticos. A las ocho, cuando sale del trabajo la “chica que ayuda en
casa” coge, con tiento, las diferentes bolsas. Pasa junto a diferentes
contenedores de colores pero va directa
al de la basura normal. Tira todas las bolsas juntas, se sacude las manos y se va
a la parada del autobús.
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