27 septiembre 2016

Colaboración Levante-EMV 20/9/2016 "La pesca de la sardina en Taiwan"

“La pesca de la sardina en Taiwan"

Donna Leon publicaba un libro y él lo compraba. Lo hacía con Vázquez Montalbán, y sigue haciéndolo con Markaris, Camilleri, Lorenzo Silva y algunos más. Los lee compulsivamente, como si no hubiera mañana. Los Brunetti, Pepe Carvalho, Jaritos, Montalbano o Chamorro le sacaban del tedio de lo cotidiano. Son como de la familia. Al llegar a la pagina 19 de “Las aguas de la eterna juventud”, una frase le devolvió al bucle de la actualidad, “…Aún así, insistió en que no había tocado un euro para uso personal; al parecer creía que comprar unas elecciones era menos censurable que comprar un traje de la sastrería Brioni”.

Cuando, la que fue nuestra alcaldesa durante veinticuatro años, se nos empezaba a desdibujar, la actualidad la ha traido a primera línea. Su primer discurso de investidura hacía hincapié en que quería una Valencia más limpia, más segura, más europea y más cerca de la Corona. La ciudad tenía sus dinámicas orientadas, su plan general de ordenación urbana se ejecutaba, su futuro pergeñado. El paseo marítimo y el cauce del río eran ya pisables, la ciudad era otra. Limpiaba mucho el centro, formó parejas de policía nacional y policía municipal, todo edificio que se iba inaugurando tenía el nombre de algún miembro de la familia real y fueron pasando los años.

Limpieza, seguridad y cercanía a la Corona se antojaban poca cosa para unas ambiciones desmedidas. La apuesta por “poner a Valencia en el mapa” fue acogida con alharacas intimidantes. Vendedores de ideas, aduladores, comunicadores, agentes económicos y opinadores apostaron por la modernidad, por acoger grandes eventos, por estar en la liga de los campeones. Se pasó de una liviana normalidad a una áspera ansidedad a quererlo todo y por quererlo ya.

No bastaba que se acogiera una carrera de coches pagando un alto cánon, tenía que ser urbana, requiriendo extraordinarias inversiones de vida efímera. No bastaba hacer regatas en nuestro puerto, tenía que ser la Copa América, aprovechando el único reto en su historia en que el barco ganador, originario de un país sin mar, pudiera sacar a subasta su puerto de adopción. Cualquier excusa para que desembarcaran insaciables sanguijuelas de lo público.

Este principio de siglo es el de la democracia opinativa. Decidir no decidimos gran cosa pero opinar, hasta hartarnos. Cambian algunas paradas de autobús y opinamos, peatonalizan alguna calle y opinamos, cierran o abren comercios en festivo y opinamos, amplian el carril bici y opinamos. En otros tiempos mirábamos por un ventanuco cómo se divertían nuestras autoridades, con cuidado, para no ensuciarles la alfombra que sus amigos pisaban. Con dinero público pagaban las fotos con famosos que llenaban sus mesas camilla. Eran otros tiempos.


Le preguntaba y le volvía a preguntar porqué nos había pasado todo eso. No era la primera vez y él cada vez elegía un motivo, por absurdo que pareciera. Esa mañana, removió el azúcar del café y le habló de la pesca de la sardina en Taiwan. Los pescadores salen de noche, sacan unos palos muy largos con fuego; las sardinas asoman la cabeza, saltan y caen en sus redes. Así lo hacía ella. Llenaba las redes de peces, una y otra vez. Les enseñaba cualquier cosa que les hiciera saltar y saltaban. Fueron pasando los años, hasta veinticuatro.

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