Colaboración Levante-EMV 30/8/2016 "Mear y echar gota"
“Mear y echar gota"
Tras
una fachada anodina en un pueblo anodino se ocultaba una casa que transmitía
bienestar. Los anfitriones, con contenido orgullo, abrían puertas que escondían
amplias estancias; bien decoradas, vividas, seductoras, nada presuntuosas. Cada
detalle tenía un meditado espacio, cada objeto llamaba un recuerdo. Ella, esforzada en perseguir a los varones de
la casa para que subieran y bajaran tapas de inodoros, miró con envidia el urinario
vertical. Solución sencilla a problema complejo.
Las ciudades
receptoras de turistas tienen un serio problema para gestionar los deseos
miccionales de sus visitantes. Por defecto o por exceso pero casi nunca se
acierta. De la visita del Papa del 2006 siempre nos quedará el recuerdo de los
siete mil urinarios que se arrendaron para atender a los dos millones de
visitantes que nunca llegaron. Hubo una época en que en las esquinas de los
barrios del centro alguien esparcía azufre para ahuyentar a los perros meones,
también valía para los borrachos de la última copa en el último bar. Ahora es
una práctica ilegal por la toxicidad de los gases, que perjudica a los seres
vivos; humanos y de los otros.
Algunos
propietarios de bares, hartos de que se les llenaran los servicios de usuarios
no consumidores, mostraban carteles que alertaban de que su uso era exclusivo
para su clientela. Otros mantenían el retrete cerrado con llave. La colgaban de
un clavo con un cordel y en un llavero de madera escribían, bien grande, lo de
WC. Se pedía tímidamente la llave y, tras la aprobación del propietario,
llegaba el desahogo.
En algunos paises
de nuestro entorno hay personas específicamente dedicadas al mantenimiento,
aseo y limpieza de los inodoros. En Bélgica o Francia les llaman “Madame Pipí”.
Perciben una propinilla o un precio tasado por ejecutar tan ingratas tareas. La
evolución ha hecho que algunas ciudades apuesten por el uso “de pago” de los
servicios públicos. Instalan nuevos cachivaches que entorpecen, aún más, el
tránsito de los vecinos. En la estación del Norte son de pago. Cobran sesenta
céntimos pero los mantienen como los chorros del oro.
Sofisticación es la
que se avecina. Una empresa valenciana ha construido un prototipo de urinario
hipermoderno que lava y seca el pene en pocos segundos. Cuando el usuario ha
terminado de utilizarlo, los sensores lo detectan y ponen en marcha una cortina
de agua enjabonada, con temperatura graduable, que en solo tres segundos limpia
el pene del meón. Al terminar esa fase otro sensor activa el secado que
funciona como un secador de manos. Hay que esperar a que se comercialice.
Era bajito pero solo echaba de menos esos centímetros que le faltaban
al ir a orinar a algunos bares. Imaginaba a gigantes maestros de obra señalando
un punto en la pared donde atornillar el urinario. Mear de puntillas es un
ejercicio complicado. Una mano comprometida en la actividad emprendida y la
otra apoyada en la pared para no perder el equilibrio. Eso y que los grifos del
lavabo tengan presión desaforada son los riesgos más grandes que se afronta
para evitar un “Mr. Bean”; cómico inglés, que en una de sus películas, se las
veía y deseaba para poder secar la delatora gotita, inocultable a aviesas
miradas, en pleno bajo vientre, con un secador de manos de los que sale aire
caliente.
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