Colaboración Levante-EMV 13/10/2015 "Todo se transforma"
"Todo
se transforma"
De joven, al cerrar los bares, se arrancaba con un cucurrucucú . Ni siquiera
sus mejores amigas le reconocían el chorro de voz que estaba convencida que tenía. Le hizo una
demostración. Él, devotamente, cuando la vió con la manita
derecha pegada a la cara intentó convencerla de que esa voz había que educarla.
Ella era más partidaria de ir vivir a Nueva York y aprender a tocar un
instrumento. A él le pareció buena idea. Aprovecharía para escribir la gran novela americana del siglo superando a
Jonathan Franzen.
Hay un bar nuevo en la calle Mantes,
casi esquina con Derechos. Es chiquitín y no tiene nombre. Los dueños dicen que
se llamará Tasca Sorolla porque Sorolla nació en esa calle. Hay disputa entre
el número cuatro, el suyo, y el ocho, un poco más adelante. Como no hay cartel,
aún están a tiempo de llamarla “sis dits” que era como se llamaba la tienda de
tejidos de los padres de Sorolla. Ofrecen diariamente caracoles, calllos,
pescado y carnes. Todo exquisito. Cada día sirven lo más fresco y lo mejor que
encuentran. No es caro. Estuve una vez y me llamó la atención la pareja que lo
llevaba. Uno de ellos concentrado en la plancha, buscando la perfección; el
otro concentrado en los parroquianos
a los que atendía, volcado en satisfacerles. Me dió la sensación de que
venían de otras vidas y preguntando lo supe. Vienen de otras vidas. Han
cambiado a tiempo.
En “Los diarios de Emilio Renzi”,
Ricardo Piglia aclara en su nota de autor que en su inicial ingenuidad estaba todo
el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Entonces empezó a robarle la experiencia
a gente conocida, historias que se imaginaba que vivían cuando no estaban con
él.
Cuesta imaginar las vidas que llevan
algunas de las personas que acuden año tras año a la procesión cívica del 9 de
octubre, cuando no están allí. Algunos y algunas insultan, hacen gestos
maleducados, miran con cara de odio. No son muy diferentes de aspecto respecto
a los insultados. En realidad son muy parecidos. Han nacido y viven en alguno
de los barrios de la ciudad. Se levantan por las mañanas para ir a trabajar,
comen cosas parecidas. Se ríen de las mismas bromas, padecen las mismas
enfermedades. Se apasionan, sienten, lloran, sufren, gozan… Afortunadamente no
son muchos. Puede que no cambien nunca, que el rito forme parte de su esencia.
Pasan los años, las celebraciones, los himnos, las banderas... y el mundo sigue
girando. El cambio como garantía de continuidad. Nos vamos a quedar, no quedan
muchos sitios donde ir. Todo se transforma.
No
era una buena mañana. Había decidido divorciarse de sí mismo, durante unas horas. Se sentó en una de las terrazas de la Plaza
de la Virgen, la de las sillas verdes, frente a la Catedral y su puerta de los
apóstoles. Pase que
los apóstoles sean de
resina para salvaguardar los originales, pero la excesiva limpieza del conjunto
falsea la imagen que nos llega. Con el enésimo
músico callejero, uno
de sus dos “yos” se quiso ir. Solo le gustaba el que
cantaba canciones que sonaban a Moustaki. Pagó con una moneda de dos euros el café. Al depositarlo se fijó el águila del reverso. Era fea, inquietante,
alemana; solo valía dos euros.
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