31 marzo 2015

Colaboración Levante-EMV 24/3/2015 "Detrás de los cristales llueve"

"Detrás de los cristales llueve"

En sus años mozos fue boxeador. Trabajando para el ayuntamiento de Valencia, de conductor en algún departamento de aguas, tras perspicaz análisis, concluyó que los imbornales municipales eran mejorables. “Si fueran curvos, las hojas de los árboles no se quedarían pegadas y no se embozarían”- decía. “Si fueran curvos, los conductores despistados no se cargarían las ruedas”-insistía. Hace unos años buscó un abogado. Llevaba los papeles de su “modelo de utilidad” del imbornal curvo y planos dibujados, altruistamente, por ingenieros amigos. Consiguió unas perrillas del que había instalado imbornales curvos sin su permiso. Lo primero que hizo fue recuperar su anillo de oro, con la piedra granate, del Monte de Piedad.

Cuando caen cuatro, o cuarenta y cuatro gotas, la ciudad sangra, se aletarga, va perdiendo la vida. Aparecen charcos imprevistos, los semáforos parpadean con todos sus colores a la vez, los autobuses empañan los cristales y se desbordan los alcorques expulsando cacas de perro.

La calma de después del chaparrón es gris pero el aire puro. No se ve gente con aquellas katiuskas de la infancia. Se ha perdido el placer de pisar charcos, de salpicar agua, se van perdiendo motivos para sonreir.

Abrimos el grifo y sale agua, la usamos y va al desague. Más de mil quinientos millones de personas en el mundo nunca han visto eso en directo, los que carecen de la cantidad y calidad de agua necesaria para vivir con garantías sanitarias.

Años y años con la brasa del agua para pasar a no mentarla. Por el camino se han quedado los millones de las paellas gigantes, de las manifestaciones, de los sesudos estudios interesados, del “agua para todos” y no del “agua para el que la necesita”, de las mezquindades interesadas para hacer daño. Solo el paso del tiempo permite hoy valorar la impudicia con la que se ha hecho demagogia con el agua.

Lo único cierto es que  el agua de Valencia era, durante mucho tiempo, asquerosa, prácticamente imbebible y, poco a poco, va mejorando. Se ve cada vez menos gente cargada con botellas de agua mineral. No puede sorprender que a más dinero robado con la depuración del agua de Valencia más lamentable era su estado. A más investigación judicial y más depuración de responsabilidades menos cargados vamos con agua mineral.

Llueve y nadie espera inundaciones en Malvarrosa y Nazaret. Cuando en los ochenta los ayuntamientos gobernados por la izquierda enterraron millones en colectores mejoraron nuestra calidad de vida. Colectores que no hacen ruido, que no se ven, que no nos ponen en el mapa,  solo garantizan que, llueva lo que llueva, no haya que desalojar un barrio.


Le dijo que la llevaría en moto, que llegarían en un momento. En uno de los semáforos él le pidió que le cogiera por la cintura. “Se toman mejor las curvas”-le dijo. Ella, obediente, le agarró fuerte. Lo que parecía un trueno lo era. No tardó mucho en caer un chaparrón valenciano. Oían las gotas en los cascos, él intentaba que toda la lluvia le cayera a él. Cuando llegaron le dijo que no se preocupara, que llevaba una toalla en el cajón de la moto. Ella se quitó el casco. Suavemente le secó los ojos, la nariz, la boca. Ella se lo agradeció con un beso.

24 marzo 2015

Colaboración Levante-Emv 17/3/2015 "Fallas subterráneas"

"Fallas subterráneas"

Con una hora de retraso sobre el horario previsto, Doña Bárbara ejecutó la “desplegá”. Desde un edificio pegado a la Plaza del Pilar, en la calle Maldonado, desde hace varios años, despliega sobre el “Racó de la Corbella”, un cartel. El de este año, más pequeño de lo habitual, reivindicaba l´horta como nuestro único futuro y tachaba de “moniatos” a sus depredadores. Se llevaron el programa de les “falles populars i combatives. Antes de volver a casa pasaron a ver “la carxofa” gigante que Bárbara y Nemo habían pintado en un solar de calle de la Beata.  El día veintiocho derriban el edificio.

Están todo el año maquinando. Mantienen agrias polémicas entre ellos. Afloran en su seno las filias y fobias que se generan en cualquier colectivo humano. Hay luchas por el poder y tienen sus dimes y diretes. Son decenas de miles, con cientos de locales salpicados por la ciudad. Son las falleras y falleros que nos permiten, durante unos días, ser los dueños de las calzadas y bajar el colesterol con los kilómetros andados siguiendo su trabajo. Son los que nos despiertan y  los que, a nuestro pesar, nos mantienen despiertos. Son los dueños de la fiesta.

Lo descubrí por casualidad una noche de cremá. Era tarde, los bomberos no llegaban. Quién parecía el presidente estaba muy nervioso. Esperé a ver cómo acababa aquello. Acabó como los muchísimos años después en que seguí acudiendo a esa cremá, con el presidente llorando a moco tendido, fundiéndose en abrazos con cualquiera que se le acercara y manteado por los miembros de la comisión. Me recordaba a esos atletas, que no hacen marca, pero que emocionan al personal cuando llegan arrastrándose a la meta después de finalizar con padecimientos una maratón.

Después de un año vendiendo loterías, negociando con los artistas, grabando vídeos del concurso de karaoke, sacando dinero de debajo de las piedras para que la fiesta continúe, tienen que contratar asesores fiscales, llevar una contabilidad como si fueran una multinacional y superar inspecciones absurdas que provocarían revueltas en los sanfermines o la Feria de Abril.

Sin caos limitado y sin cierta relajación, la fiesta no es fiesta. Pretender que las fallas y su entorno sigan las reglas de la ortodoxia económica, mantengan el reglamentismo del control público o que se ciñan al rigor contable son quimeras que carecen de sentido.

Hay que lamentar que no sea una falla quien haya comprado un clon del London Eye y nos la haya plantado. De fuera han venido. Con alfombra roja y acento andaluz van a pegar uno de los pocos pelotazos que hoy son posibles.


Ya no se acordaban del día que abandonaron su pueblo, en Cuenca, y llegaron a Valencia. Sufrimientos, penalidades, alegrías, temores, pero desde hacía una década el bar era suyo. Bar modesto en barrio modesto para clientela modesta. La esquina era buena y en fallas se resarcían de las pérdidas de los meses anteriores. Primas, cuñados, sobrinos, y algún espontáneo, venían de Cuenca a echarles una mano en turnos infernales que les permitían tener el local abierto ciento veinte horas en fallas. Una noche se presentaron unos señores muy serios, pidieron todo tipo de papeles que los de Cuenca no tenían. La multa que les va a caer les hará cerrar el local para siempre.

20 marzo 2015

Colaboración Levante-EMV 10/3/2015 "Cuando aletea el ayuntamiento"

"Cuando aletea el ayuntamiento"

Después de tantos años, creyéndose imprescindible, lo despidieron. “No te preocupes, tiene que salir bien”, le dijo a su escéptica mujer mientras le acariciaba dulcemente la mejilla. Había cobrado el desempleo en pago único, su suegro había liquidado su cartilla de ahorros, convenció a algunos amigos para que invirtieran. Sería el mejor bar de los alrededores del nuevo Mestalla. El alquiler era caro. En 2008 abrió. Cuando oyó a su alcaldesa decir que Villar le había comentado que Platini le debía un favor y que la final de la Champions se jugaría allí, empezó a especular con qué equipos le convendrían más como finalistas. Arruinado y con deudas impagables cerró hace dos inviernos.

Nuestro ayuntamiento aletea constantemente, crea “efectos mariposa” sucesivos. Es inagotable. Son pequeños movimientos, apenas perceptibles pero de efectos grandiosos, enormes aunque a veces catastróficos. Normalmente bastan unas insinuaciones, unas palabras susurradas, y empiezan los cambios. En otras se presentan maquetas, se suministran datos, se traslada la fuerte convicción de que determinadas cosas van a ocurrir indefectiblemente. Y ocurren, o no. Nunca se pasan cuentas.

Es asombroso cómo hay aún quienes se esfuerzan en publicitar ventas de viviendas o alquileres, con el señuelo de “con vistas al Parque Central”. Viene sucediendo desde hace décadas. Cada poco alguien te habla de la gran oportunidad que ha aprovechado, de la compra de un piso frente las portentosas vistas del prometido gran parque urbano. Años y años convencidos de que lo que hoy es un enjambre de vías de tren será algún día una suerte de Central Park neoyorquino. Algunos lo imaginan, incluso, con su proyectada esfera armilar.

Cada aleteo tiene consecuencias. En aplicación de esa peculiar teoría de la equivalencia de condiciones, adaptada al territorio municipal, pasan cosas tan sorprendentes como que se expulsa a personas vinculadas a la droga de barrios céntricos y éstas acaban en “las cañas” en Campanar. Los agricultores se asustan y malvenden su estimada huerta. Esa huerta la compran unos señores muy espabilados y, cuando allí empieza a expansionarse la ciudad con impresionantes infraestructuras, venden esos terrenos a precio de oro, y se vuelve a expulsar de allí a los drogadictos en una operación relámpago.

Habrá quienes decidieron esperar, para estudiar idiomas, a que estuviera inaugurada la nueva escuela oficial, o que compraron casa pensando que la línea 2 del metro les llevaría a su trabajo, o aquellos vecinos desalojados de los terrenos de la prometida ZAL que, incrédulos, comprueban que se fueron para nada.

No siempre el aleteo es malo. Que se lo digan a los que compraron una parte del edificio de Tabacalera, por una miseria, y se encontraron con que podían construir en las naves laterales y les premiaban con un edificio en la Plaza de América.


Estaba harta de buscar aparcamiento. Ella que se vanagloriaba de lo suertuda que era para aparcar, no podía más. Desde un coche le pitaron, bajaron la ventanilla y le extendieron un ticket de la ORA. Le explicaron que aún les quedaba media hora y se lo regalaban con el sitio. Nunca se le había ocurrido regalar los minutos sobrantes y desde ese día nunca dejó de hacerlo. Una vez el receptor del ticket le pidió su teléfono y alocadamente se lo dió. Con él pasea ahora al hijo que tienen juntos.

10 marzo 2015

Colaboración Levante-EMV 3/3/2015 "El testigo oidor"

"El testigo oidor"

Se fijó en ellos el día en que les oyó quejarse del cierre de “Series Pepito” y de lo difícil que les resultaba “bajarse” algunas películas, especialmente “Chico y Rita”. Son tres, de edad avanzada. Por lo que cuentan, llevan mucho tiempo jubilados. Se citan diariamente, en el mismo bar, en la misma mesa, a la hora del almuerzo. Sin prisa, apuran vino, bocadillos, aceitunas y cafés. Uno de ellos lee en voz alta una noticia del periódico, el más socarrón la comenta y el más bajito le contradice. El lector les apacigua introduciendo otra cuestión. Exponen argumentos, razones de defensa y ataque sobre los más variados asuntos. Son polemistas consumados, solo quieren tener razón, imponerse.

Cualquier decisión municipal tiene partidarios y detractores. La anchura de las aceras, la ubicación de los parkings, los carriles bici, el mobiliario urbano, las herramientas informáticas, los actos protocolarios, los horarios comerciales, el tratamiento del ocio nocturno, el baldeo de las calles, la luz de las farolas, las baldosas de las plazas, lo que cabe y no cabe en el río… Es más fácil tener opinión sobre esas cuestiones que sobre el superávit primario, la flexiseguridad o la empleabilidad, por citar algunos de los temas que apasionan a algunos y dejan fríos a la mayoría.

Muchas de las polémicas urbanas se resolverían oyendo a los usuarios. Elías Canetti se definió a sí mismo como un “testigo oidor”, el que se dejaba envolver en conversaciones interminables, alumno de la escuela del buen oir. En realidad eso es lo que se espera de cualquier responsable público, que sea oidor, que escuche. Que pise la calle, como se dice ahora.


Cuando hay tantos debates, tanta pasión, tanta retórica, se deja de oir. Hay tanto ruido, tanta distorsión, tanta interferencia, que cuesta saber qué quiere cada uno, qué propone, por qué se toman las decisiones. Tiempos de slogan, de frase gruesa, de inconsistencia, de inconcreción, en los que “entender” no es nada fácil.

La ecuación se complica mucho cuando las frases destinadas a unos miles llegan a oidos de unos millones. El escritor Jeffrey Kluger dedicó un libro a explicar por qué las cosas simples acaban siendo complejas y lo simples que pueden llegar a ser las que parecen complejas. Creó un acrónimo, la “simplejidad”. Un ejemplo de ello es la resaca del “caloret”. Simplemente nos ha puesto en el mapa más que cualquier carrera de coches o barcos. Nuestra marca ha circulado a la velocidad de la luz. Hemos sido núcleo de debates serios y estrella de los programas de humor. En realidad es complejo. Todo tiene un final. El escorpión que pica a la rana, porque es su carácter, siempre picará, aunque le cueste la vida. Quienes se creen invulnerables suelen ser en el fondo débiles.


El viento les traía frases ajenas. Enfrascados en sus cosas no repararon en ellas. Un nombre y un apellido llamaron su atención. Cuando pasaron a ser oidores activos no podían dar crédito a lo que oían. Hablaban de gente conocida, de acontecimientos vividos, deformados maliciosamente. Se miraron estupefactos, sorprendidos de la maldad ajena. Ella, que no nunca había hablado mal de nadie, se levantó y tranquilamente espetó al hablador: ¡No es verdad, hablais de buenas personas, y lo que decís es falso! ¡Qué mala es la gente!

03 marzo 2015

Colaboración Levante-EMV 24/2/2015 "Basura desmenuzada"

"Basura desmenuzada"

Unos cuantos se acercan, a media mañana, a charlar con el mendigo fijo de la puerta del Supercor de Eduardo Boscá, deben ser de la misma nacionalidad. Llevan bicis tuneadas por el mismo diseñador. Detrás del sillín hay un cajón de naranjas, de plástico rígido, casi siempre azul oscuro, engarzado a la rueda con varillas de hierro agujereadas, de las que sujetan las baldas de las estanterías metálicas industriales. Recorren incansables todas las calles de todos los barrios. Se asoman a todos los contenedores, varias veces al día. No se sabe muy bien dónde llevan lo recolectado. Hay muchísimos.

Las sociedades occidentales son muy hipócritas con sus detritus, con sus desperdicios, con sus sobras. Un ayuntamiento como el nuestro gasta decenas de millones de euros al año para que tiremos lo que queramos a los contenedores y para que los vacíen todos los días.  A partir de ahí cerramos los ojos y no queremos realmente saber qué pasa. Muchas ciudades intentan racionalizar y abaratar la gestión de sus residuos. Casi siempre son batallas perdidas. Al amparo de una falsa comodidad se mantiene la situación actual, nada cambia y se difiere la búsqueda de soluciones.

Mucho antes de los Soprano ya planeaba la asociación basura y delincuencia organizada. Se vinculaba esos negocios a la Cosa Nostra, la Yakuza o las Tríadas. En Italia se hablaba sin pudor de la “ecomafia” y se decía que controlaba esos negocios en Calabria, Nápoles o Sicilia. Llegaban datos de exportaciones de basuras tóxicas a Costa de Marfil o de residuos electrónicos a Nigeria, Ghana o Pakistán. Si a esto añadimos los fangos radioactivos o los residuos hospitalarios da pavor pensar qué se hace con todo eso.

Las redes tiffin wallah distribuyen decenas de miles de almuerzos a trabajadores en Bombay. Recogen la comida en los domicilios, la llevan al lugar de trabajo y devuelven después los recipientes vacíos. Su eficacia es cercana al 100% . Cuando veo esas bicicletas con sus cajas azules y sus sólidos anclajes no puedo evitar recordar a los repartidores de Bombay. Éstos hurgan en los contenedores, sacan poca cosa de ellos, se cruzan con otros colegas y se saludan como lo hacen los que no se conocen pero se reconocen, con una mezcla de pudor y satisfacción. Parece poco probable que proliferen por imitación, más bien parecen formar parte de un grupo organizado, saben qué buscan, deben saber dónde llevarlo y algo les darán a cambio. Son de esas actividades misteriosas sobre las que es fácil  especular pero nadie tiene claro cómo son realmente. ¿Cuántos hay?

Cuando los ves llegar, sacar una varilla de acero y hurgar, acabas pensando que probablemente nos hacen un favor. Menos basura para cargar, menos para transportar, menos para ocultar. El día que me atreva le preguntaré a alguno.



Los vecinos son BoBos, bourgeois-bohème. De los que hablaba Renaud en una canción del mismo título. Hippie pijos, vamos. Con mimo distribuyen sus desechos en diferentes recipientes: orgánicos, vidrio, papel, envases y plásticos. A las ocho, cuando sale del trabajo la “chica que ayuda en casa” coge, con tiento, las diferentes bolsas. Pasa junto a diferentes contenedores de colores  pero va directa al de la basura normal. Tira todas las bolsas juntas, se sacude las manos y se va a la parada del autobús.

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