25 noviembre 2014

Colaboración Levante-EMV 18/11/2014 "El trampantojo de una gestión pública"

"El trampantojo de una gestión pública"

Se habían acercado a ver el huevo de la casa de Dalí, después bajaron hasta la playita de Port Lligat. Sobre la popa de la barca varada reposaba un paraguas morado, unos zapatos de tacón, una corbata, también morada, y unos zapatos negros de cordones. Instintivamente miró alrededor. Vió a unos novios vestidos para la ocasión, con el agua por las rodillas, posando para una fotógrafa con bufanda que les enfocaba desde la orilla. Él sacó rápidamente el móvil. No son pocas las veces que revisan tan delirante escena. Ella en primer plano, al fondo los novios con agua por las pantorrillas.

Los libros de memorias son apasionantes. Se leen sabiendo que la memoria es tramposa, que los recuerdos siempre están contaminados, que los autores tienden a justificarse, que casi nunca hay modo de averiguar qué es verdad y qué no. Nuestros propios recuerdos están torcidos, son víctimas de la impostura. ¿Acaso las magdalenas que le preparaba la tía Leoncia tenían el aspecto que Proust recordaba? Nadie lo sabrá. Importaba el sabor, el aroma y la textura que él rememoraba décadas después. Las nuevas generaciones no tendrán “memorias”, tienen demasiados datos. Han fotografiado cada momento de sus vidas, cada acto cotidiano, cada suspiro. Todo es presente.

Si tenía razón García Márquez y la vida no es la que uno vivió sino cómo la recuerda; en la vida pública, en la gestión pública, pasa lo mismo. Los que saben de mercadotecnia política dicen que a los ciudadanos sólo nos importa lo emocional, nuestra propia visión de lo que nos rodea. Un trampantojo, vamos. Hay tanta foto y tanta web, que analizar las emociones pasadas es sencillo.

Se acerca un cambio de ciclo, más bien un cambio de régimen, en la gestión de nuestra ciudad. Si uno pudiera recorrer los despachos de la Alcaldía de Valencia, su salón de la chimenea, su pompeyano, y otras dependencias, vería centenares de fotos de la alcaldesa con centenares de personas. Más de ocho mil días de gestión pública dan para mucho. Vizcaíno Casas, Margaret Thatcher, Daryl Hannah, Aznar, Urdangarín, Ecclestone, Laurence Bacall, Paquita Rico, Samuelson, Butragueño, Raquel Welch, Benedicto XVI, Ricard Chamberlain… y más, muchos más; banqueros, intelectuales, vividores, héroes y villanos. Todos tienen algo en común, están al lado de la alcaldesa.

Rememorando lo que ha pasado en tanto tiempo en Valencia verificamos que las cosas más importantes para los que vivimos aquí han permanecido, más o menos, inalteradas. La gestión y calidad del agua, el tratamiento de los residuos, la seguridad ciudadana, el transporte, la educación, la sanidad y la cultura, no tienen nada que ver con las fotos del régimen. Los euros nuestros, malbaratados en esos recuerditos son cuantificables.

Cuando cae un régimen, lo primero que quiere la ciudadanía es saber qué pasó exactamente. Igual que los ucranianos hicieron cola para ver los detalles de la lujosa mansión del depuesto Yanukovich, tenemos que exigir ver las fotos, que nos dejen calcular cuánto ha costado cada una, qué nos ha aportado, y cómo hacemos ahora para reiniciarnos, mejorar y progresar.


Juntaron mofletes. Las copas de vino medio llenas, alineadas, sus caras detrás. Siempre hacían la misma foto. Si la hubiera visto Celia Cruz hubiera dicho que ellos  andaban “muertos de risa y merendando”, justo como nuestros gobernantes.

18 noviembre 2014

Colaboración Levante-EMV 11/11/2014 "Identidad sin señas"

"Identidad sin señas"

Era festivo pero ellos no lo sabían. Las calles estaban desiertas. Unas pocas personas aprovechaban la sombra de la parada del autobús cercana al hotel, huían del sol. Un señor bigotudo les saludó con una inclinación de cabeza, su mujer también. Estimulados por el gentil gesto iniciaron una conversación en “portuñol” y a él le dio la sensación de que flotaban en “la balsa de piedra”. Les convenció de que fueran a las playas de Lavadero y que almorzaran en Casa Branca. Les dijo que era “tripeiro”. Él, petulante con los idiomas, lo tradujo  diciéndole que era un carnicero jubilado, más bien de casquería. Cuando al día siguiente, en el bus turístic, oyeron que a los originarios de Oporto se les llama “tripeiros”, en recuerdo de algo que pasó en el siglo quince, él enrojeció de vergüenza y ella estalló en una risotada contagiosa que sorprendió a los vecinos franceses.

Cuando oyes a un madrileño alardear de “gato”, te preguntas tú que eres. Todos somos algo, pero la mayoría lo  somos por exclusión, por lo que no somos. Eres payo por no ser gitano, o gentil por no ser judío. Ser sólo por negación es lo más parecido a no ser nada. Las ciudades también quieren ser y muchas exploran y explotan su identidad. En la nuestra, parece que la identidad es sólo la de sus barrios. Los oriundos de Russafa, el Cabanyal, Monteolivet, Benimaclet, y muchas de las pedanías, reivindican con orgullo su origen. Sin embargo, y sin saber muy bien por qué, en muchas otras zonas esa  identidad se diluye, desaparece. No existe orgullo de “cap i casal”.  Se perdió la capacidad de ejercer la capitalidad de L´Horta y el liderazgo metropolitano. Se aniquiló la apuesta por la  centralidad mediterránea.

En octubre de 1991, a los pocos meses de que la derecha  empezara a gobernar en el ayuntamiento, se inauguró la Mostra del Cinema del Mediterrani con una película de Isabel Pantoja. Oírla agradecer a la señá Rita y al señó Bautista, que eligieran “Yo soy esa” para esa andadura, ya daba pautas de lo que podría llegar a ser esto. Se perdió una oportunidad de reflexionar sobre nuestra identidad.  Hoy se intenta reconstruir la Mostra, desde una romántica sociedad civil que permanece activa, mientras que Valencia ha renunciado a reivindicar su mediterraneidad dejando pudrir el Cabanyal, buscando más una estética “Tomorroland”.

Identidad es lo que te lleva, a menudo, por inercias que labraron tus padres. Comprar campanitas de barro de l´Escuraeta, ir a la procesión del Corpus, añorar la golondrina que te dejaba en la Chitá,  llegar corriendo a las mascletaes de Obispo Amigó, conservar los cirios y medallas de los Niños de la calle San Vicente, pedir paella en La Clemencia,  tomar unos mejillones de la Pilareta, ser granota... Todo eso es identidad, sin ley y sin señas.


Estaban uno frente al otro, rodeados de periódicos en el mejor brunch de la ciudad, en la calle Pintor Salvador Abril. Él le mandó un whatsapp con el verso más popular de Getrude Stein ”rosa es una rosa es una rosa es una rosa”. Ella, al leerlo, sonrió y olvidó la riña reciente. Le contestó con  una estrofa de un fado absurdo de Amalia Rodrigues , “una casa portuguesa es con certeza una casa portuguesa”.

11 noviembre 2014

Colaboración Levante-Emv 4/11/2014
"Esquivando la pobreza"

Recién llegados a la ciudad buscaron la plaza Djemaa el-Fna. Tenían hambre, mucha hambre. En la reinvención constante que vive La Plaza, según el ciclo solar, les tocó vivir el tiempo de las cenas. Todos los puestos parecen iguales, pero no lo son. Algunos exhiben, orgullos, junto a su número de puesto, los blasones que les ha impuesto alguna conocida guía como atracción de la despistada clientela. Primero un bol grande de caracoles. Aceitunas, berenjenas, hummus y pinchos, después. Sonriendo, ella le recordó que no sabía pedir con hambre. Él  se encogió de hombros, tenía razón. Satisfechos, pidieron la cuenta. Al borde de la mesa, un triste pincho y un panecillo mordido esperaban ser retirados. De la nada surgió una mano pequeñita y oscura. Detrás de la mano, una boca. Detrás de la boca, unos ojos. Unos ojos limpios, brillantes, claros, que les deslumbraron y que nunca olvidarían.

Las ciudades son el territorio de la pobreza, de la pobreza del hambre, la que lucha por las sobras de los que todo lo tienen. Cuando cierran los comercios de la calle Colón, idénticos a los de cualquier otra ciudad occidental, decenas de personas buscan salvar el día vaciando los contenedores, vendiendo a peso sus cartones. En la puerta del supermercado de Historiador Diago otras decenas esperan los tomates estropeados, el pescado que empieza a oler a podrido y los yogures caducados. Otros han estado antes en el Paseo de la Pechina, en la Asociación Valenciana de la Caridad, en la trasera de la calle del Hospital, o en el banco de alimentos. Son los rostros de la hambruna urbana, la que remueve conciencias y perturba.


No nos atrevemos a mirarles a los ojos, esquivamos su mirada. Ya dijo alguien que lo fácil es acostumbrarse al lujo, lo difícil es acostumbrarse a la pobreza.  Los ojos de la pobreza nos resultan ajenos, y cuando Oxfam, Cáritas o Cruz Roja publican sus informes, nos cuesta casar los datos de pobreza extrema con personas concretas en ciudades concretas. ¿Cuánta pobreza próxima podremos aguantar? Depende de los metros de la valla que estemos dispuestos a levantar. Cuantos menos fondos destinamos a cooperación, más metros de valla levantamos. Cuanto menos ayudamos a huir de la pobreza, más concertinas ponemos en su extremo.

La Comunidad Valenciana está en la cola del gasto en servicios sociales por habitante, y en esa cola, la ciudad de Valencia destina muchísimo menos que cualquiera de los pueblos de l´Horta a atender un problema que parece sernos ajeno. Cuanto más falta les hacemos menos estamos. Va a ser la vigésimo cuarta nochebuena en que la alcaldesa se pondrá el delantal de servir la cena. Día tras día, golpe a golpe, vivimos en una ciudad que esquiva la mirada de una pobreza injusta, visible o invisible. Hay que empeñarse en recordar que está presente, que a Irene Butz le pagaba, algún vecino, trescientos euros por doce horas de trabajo diarios.

Volvieron a ver los ojos, limpios, brillantes y claros. La mujer movió el gancho por el contenedor; satisfecha sacó una muñeca rubia, desnuda, despeinada y sin  brazo izquierdo. La niña se quedó inmóvil, no osaría pedírsela. La mujer se la entregó con una caricia, ella la abrazó, la peinó y la besuqueó. Ellos no esquivaron su mirada.



04 noviembre 2014

Colaboración Levante-emv 28/10/2014  "El rostro del rastro"

"El rostro del rastro"

Hacía al menos tres meses que no pasaban por allí.  Él era incapaz de volver sin nada. Ella que nunca pensaba en comprar, volvía con coloridos manteles que habían pasado la rigurosa prueba de la impermeabilidad. No hacía muchos domingos se había sorprendido probando un colchón tirado en el suelo, nuevo, perfectamente envuelto e inmaculado. Era tan barato... Les tranquilizó el que procediera de un negocio quebrado. No había que pagar nada hasta la entrega a domicilio. El vendedor le dictó los números de su móvil para concertar la cita. Ella dudó dónde listarlo. Cuando le sugirió la “c” de “colchonero”, a todos les dió un ataque de risa, incluído al colchonero.

Todo lo que está pintado con tiralíneas es artificial. Las ciudades de cuadrícula son aburridas, es difícil perderse y no vale la pena explorar, son a tiro fijo. Cuando la derecha  empezó a gobernar la ciudad se puso como objetivo eliminar los puestos callejeros. Entre otros, desapareció el “rastro” de la Plaza de Nápoles y Sicilia. Tenía tendencia a extenderse por cualquier callejuela adyacente. Junto a los chamarileros ocasionales, había puestos de los propios anticuarios que explotaban negocios con vocación de permanencia. Cada tanto se publicaba una noticia de que algún suertudo espabilado había descubierto piezas de incalculable valor ocultas tras la apariencia de objetos inanes. Los cazatesoros se codeaban con los ociosos paseantes y los que necesitaban algo muy concreto, de eso que no  se encuentra en los comercios habituales. Al “rastro” lo desterraron al parking de Peter Lim y se ordena por estrictas cuadrículas.

Sorprende que alguien compre unos cuantos vasos medio rotos, tornillos desobedientes, vinilos rayados, revistas eróticas de los últimos setenta, radios que parece que solo sean capaces de dar “el parte”, bargueños, trillos, escapularios, camafeos, muñecas descabezadas. Igual que dicen que siempre hay un roto para un descosido, cualquiera de eso objetos puede tener un comprador.

Lo que pocos saben es que cualquier vecino, pagando una exigua tasa, tiene derecho a montar su propio puesto pidiéndolo al ayuntamiento, un par de veces al año. Es toda una experiencia. Embalar el juego de sombreros mejicanos que alguien trajo de su luna de miel, los jarrones que nunca vieron el agua ni de lejos, las medallas que se recibieron por participar, las corbatas que no conocieron cuello alguno, los platos de cerámica manisera, los cuatro relojes que vivieron siempre en un cajón, el pisapapeles de Cepsa, las oxidadas bicis que se les han quedado pequeñas a los niños,  un juego de cuchillos con el anagrama del Banco liquidado, la navajita que nunca se llegó a abrir, libros de revoluciones abortadas, colecciones de Ajoblanco, Casablanca, Gimlet, Leer o los tebeos de Pumby o Strong... Todo se vende. Disponerlo   ordenadamente, hacer amistad con los vecinos más próximos y mirar cómo los distraídos compradores tocan, comentan entre ellos y ofertan. Poner precio a voleo, regatear para luego contar las monedas ganadas con el resquemor de usurero. Bajar el precio hasta la indignidad con tal de que la jarapa no regrese a casa...

Lo fascinante del rastro es que todo el que participa termina con el gusto de haber ganado con la transacción.


Al despedir a la compradora del viejo carro de bebé con el que pasearía a su perro, se sonrieron.  ¡Que lo disfruten!

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